Personaje(s) - Elisabeth Molina

 

CAPÍTULO I

 

Nombre: Georges

Apellido: Borges

Edad: 47 años

Oficio: abogado

Situación personal: casado, 2 hijos

Aficiones: ciclismo, footing

Salud: en excelentes condiciones físicas y mentales

Dirección: …

Teléfono: …

 

Podría haberme presentado mejor, de una manera más literaria, menos telegráfica. Mi nombre, Georges, lo eligió mi madre, verdadera fan del cantante George Brassens. Siempre consideró sus melodías y sus letras como obras maestras. Recordaba haberla oído decir cuánto admiraba su manera tan especial de componer y, con una luz en los ojos, como si lo estuviese viendo actuar, contaba cómo Georges Brassens creaba las rimas de sus canciones marcando el ritmo con la mano desde el pico de la mesa. Para ella, era un hombre aparte, que no se amoldaba como los demás artistas y eso lo volvía original. La prueba eran sus canciones que no respetaban las reglas precisas de la escritura musical. Mi madre me repetía aquella bonita fórmula que guardé en mi memoria y en mi corazón: «No vaciles en sobresalir de los demás o, cuando sea necesario, en desaparecer de la multitud o, al contrario, en no mezclarte con la plebe».

También podría seguir con mi bibliografía de la manera siguiente: nací en primavera, un día de lluvia iluminado por mi tan esperada llegada al mundo. La vocación por mi trabajo se despertó desde muy joven, la injusticia me exacerbaba y estaba convencido de que defender a los más desfavorecidos era el único remedio para sentirme realizado y en paz. Mi mujer fue mi primer amor, tal y como me lo había imaginado desde que empecé a interesarme por el género femenino. Fue amor a primera vista. Compartir mi vida con ella había sido el regalo más bonito: hermosa, bondadosa, brillante, delicada y fuerte a la vez, cariñosa, comprensiva, conmovedora, apasionada y su maravillosa sonrisa curaba cualquier malestar cotidiano. Tuvimos dos hijos maravillosos que al igual que nuestro amor, nos colmaron de felicidad.

Podríamos encontrar varias maneras de presentarnos, tan diferentes las unas de las otras, pero nuestra identidad sería única. Revelar nuestro nombre era compartir parte de nuestra vida. Era y sería siempre una sola y misma persona. Al menos eso creía, hasta este famoso día en el que tuve la sensación de salir de mi propio cuerpo y ver a un desconocido enfrente de mí. No obstante, todo parecía perfecto, tan perfecto… Y luego un día, descubrí la realidad… la realidad sobre mi existencia, sobre mi verdadera existencia. Entendí entonces que me había mentido a mí mismo. No era más fuerte que los demás. Como todo el mundo, me habría gustado que las cosas fuesen diferentes y preferí ignorar la realidad. Me inventé un mundo, me disfracé con ropa que no había elegido con libertad, mis ademanes los controlaba una fuerza superior, como si mi cuerpo estuviera manejado por unos hilos cuan pelele. Varias preguntas irrumpieron en mi mente: ¿he existido antes? ¿Tendré derecho a otra vida tras la muerte? ¿Mis decisiones han sido realmente libres? ¿Quién decide por mí? ¿Quién dirige mi vida?

No le hablé de ese repentino malestar a mi mujer. Tenía miedo de que me tomara por loco. Nunca le había ocultado nada pero no sabría ni por dónde empezar, además, prefería encontrar las respuestas antes de atormentarla con preguntas. Esa confesión ha de seguir siendo secreta y cuento contigo, lector, para descubrir los indicios necesarios a lo largo de este relato que me ayuadarán a completar las lagunas sobre mi propia existencia.

 

***

 

Esas reflexiones eran recientes y procedían de un acontecimiento completamente trivial que ocurrió el mes pasado. Paseaba tranquilo por la calle con Rodolphe Bioy, mi mejor amigo, íbamos de regreso a casa. Todos los fines de semana solíamos ir a pasear. No vivíamos muy lejos y el lugar de la cita era siempre el mismo, en la entrada de un parque.

Nos vemos la semana que viene Georges.

Con mucho gusto.

Dale los buenos días a Elsa.

Se los daré.

— …

Rodolphe frunció el entrecejo al mirar por encima de mi hombro. Me volví y vi a un anciano que titubea en la acera, tenía una mano sobre el corazón y la otra sobre la pared sosteniendo su cuerpo que parecía pesar mucho.

Está mareado.

Nos dirigimos enseguida hacia él para ayudarlo. Parecía recobrar poco a poco su aliento.

Les agradezco, señores, su atención.

Esa observación me dio un poco de pena porque me di cuenta de que, a menudo, olvidábamos a las personas mayores.

Podemos llevarle hasta su casa si quiere, propuso Rodolphe.

Es usted muy amable, vivo justo al final de la calle.

Lo acompañamos a la puerta de entrada de su edificio. Pulsó el botón derecho del interfono, en la planta baja.

Soy yo.

La puerta se abrió. Percibimos rápido el interior. En obras, en plena renovación. A decir verdad, era difícil saber si se trataba de una construcción o de una destrucción.

El anciano nos dio las gracias y nos hizo un ademán cuando reteníamos la puerta de entrada para indicarnos amablemente que no debíamos seguirlo. Del otro lado del cristal, el anciano me miró de hito en hito. ¿Por qué? No lo sé. Quizás le recordaba a alguien. Siempre tuve la manía fastidiosa de querer interpretarlo todo, debía de ser mi lado literario. Pero en general, tampoco me hacía ese tipo de preguntas, no vacilaba y tomaba una decisión bastante rápido. Estaba convencido sin embargo de que la mirada podía a veces decir más que las palabras. Y esos ojos parecían de verdad querer revelarme algo.

Volví a casa. Mi mujer y el expediente sobre un nuevo asunto acapararon pronto mi tiempo. Como mis hijos habían crecido y se habían ido de casa, mi vida giraba ahora alrededor de mi mujer y de mi trabajo. Nuestro ritmo seguía siendo desenfrenado, lo que dejaba poco tiempo para reflexionar sobra temas anodinos. Sin embargo, ese anciano seguía desconcertándome.

 

***

Sin querer presumir, en veinte años de carrera solo perdí dos procesos. Para mí era demasiado. Odiaba el fracaso. Y tú, lector, me dirás, ¿a quién no le gusta tener éxito? Lo más penoso para las familias de las víctimas era la espera. La justicia era desgraciadamente muy lenta y aunque el día del veredicto soseguira los ánimos, el duelo estaba lejos de acabarse. Para distanciarme, me concentraba en un número e intentaba olvidar el apellido de los demandantes reemplazándolo por el asunto número 10, por ejemplo. Pero desde hacía algún tiempo, no sabía por qué, los apellidos de las personas a quienes había defendido desfilaban en mi mente como si solo con citarlos les diese vida. Mientras los jueces deliberaban en privado, eché una mirada al que estaba a mi lado y me volví para hacer lo mismo a la asamblea. Entendieron a través de mi mirada que ya conocía la decisión del juez. Cuando examiné la sala, pronto me di cuenta de cierta escenificación, la tensión era palpable. Todo el mundo se levantaba y escuchaba con atención la resolución. Siempre la misma fórmula: «En el asunto… culpable… No culpable…». Luego llegaba ese acercamiento único que aceptaba con gusto: cada miembro de mi equipo me abrazaba para darme las gracias. No me cansaba de ese tipo de gestos.

Cuando volvía a casa, mi mujer me decía siempre la misma frase: «Bueno, ¿has ganado?». No era realmente una pregunta puesto que ya conocía la respuesta. Hoy en día, cuando lo pienso, ese término me parece raro: «Ganado». Se hablaba de victoria mientras que hubo agresiones, tormentos o muertes. Todo el mundo quería hacer justicia y que los malhechores pagaran por sus acciones. Pero, en el fondo, uno sabía que nada devolvería la vida a las víctimas. Ojalá fuera posible adelantarse a los hechos y evitar el drama y con un final feliz.

Cuando empecé en este oficio, me hice todas esas preguntas. Seguí avanzando movido por la ambición y por el deseo de ganar más. Más tarde, tomé mi trabajo como un medio de sustento para mantener a mi mujer y a mis hijos. Iba a lo esencial: lo que contaba en mi victoria era mi reputación y el dinero que me serviría para hacer regalos a mis familiares y para pagar las facturas. No sé si este tipo de reflexiones me hacía menos humano.

En cuanto acababa un proceso, me concentraba en el próximo e intentaba olvidar el anterior. Era la mejor manera para no deprimirme. En general, la misma noche veía el resumen del proceso como si de una película se tratase; las imágenes se sucedían en mi mente con la historia de las personas a la que había defendido. Al día siguiente por la mañana, todo se borraba para dejar paso a un nuevo guión. Solo echaba la vista atrás cuando un nuevo caso se parecía a otro ya tratado. Me servía de aquella experiencia para resolver más rápidamente el litigio. Esto me permitía ganar tiempo, como si yo tuviera que rendir cuentas a mi superior.

Aquella noche, en cambio, tras haber celebrado con mi mujer la nueva victoria, no me dormí con la imagen del proceso. La cara que apareció en mis sueños con aquella mirada intensa era la de un individuo a quien solo había visto una vez: aquel anciano que se había mareado en la calle. Yo tenía que resolver aquel enigma intentanto leer mejor en sus ojos o hablando con él. ¿Quién era?

 

***

 

El fin de semana siguiente, volvimos a reunirnos con Rodolphe para nuestro paseo habitual. Llevé pronto la conversación al asunto que me interesaba.

¿Te acuerdas de aquel hombre que vimos en la calle hace unos días y que no se encontraba bien?

Rodolphe parecía buscar entre sus recuerdos.

Lo acompañamos a casa. El edificio donde vivía se encontraba justo al final de la calle, a unos metros.

Ah, sí, ya veo.

No sé muy bien por qué pero fui a preguntar por él.

¿Y…?

Pues llamé el timbre y...

¿Estaba mejor?

No contestó nadie.

¿Quizás había salido?

No creo que un señor de 80 años salga mucho después de las 10 de la noche…

¿Por qué fuiste tan tarde?

No sé…

¿Quizás se haya mudado?

Creo que no…

¿Cómo lo sabes?

Es extraño, tengo un mal presentimiento.

¿De qué se trata?

Me vas a tomar por loco…

Dímelo por si acaso, me animó mi mejor amigo.

Creo que nunca existió…

¡¿Qué dices?!

¿Nunca tuviste la sensación de que ya no eras dueño de tu destino…

No.

—… como si alguien moviera los hilos?

¿Dormiste mal o qué? bromeó Rodolphe.

Al contrario, tengo la impresión de haberme despertado…

¡Te estás comiendo la cabeza! Habitualmente eres más bien de espíritu científico y no te haces todas estas preguntas.

Quizás haya cambiado.

Todos cambiamos en algún momento pero en este caso, no te entiendo.

Porque soy diferente del que sueles ver.

Eso me tranquiliza, pero ahora mismo, me cuesta seguirte.

No pasa nada, olvida lo que te dije.

Qué raro estás.

al libro